Credo de los Apóstoles

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Una fórmula que contiene en breves declaraciones, o «artículos», los principios fundamentales de la creencia cristiana, y que tiene por autores, según la tradición, a los Doce Apóstoles.

Origen del credo

Durante toda la Edad Media se creyó generalmente que los Apóstoles, el día de Pentecostés, estando aún bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, compusieron entre ellos nuestro actual Credo, aportando cada uno de los Apóstoles uno de los doce artículos. Esta leyenda se remonta al siglo VI (véase Pseudo-Augustino en Migne, P.L., XXXIX, 2189, y Pirminius, ibid., LXXXIX, 1034), y se prefigura aún antes en un sermón atribuido a San Ambrosio (Migne, P.L., XVII, 671; Kattenbusch, I, 81), en el que se hace notar que el Credo fue «construido por doce obreros distintos». Alrededor de la misma fecha (c. 400) Rufino (Migne, P.L., XXI, 337) da una cuenta detallada de la composición del Credo, que él profesa haber recibido de épocas anteriores (tradunt majores nostri). Aunque no asigna explícitamente cada artículo a la autoría de un Apóstol por separado, afirma que fue obra conjunta de todos, y da a entender que la deliberación tuvo lugar el día de Pentecostés. Además, declara que «por muchas y justas razones decidieron que esta regla de fe se llamara el Símbolo», palabra griega que, según explica, significa tanto indicium, es decir, una señal o contraseña por la que los cristianos pueden reconocerse mutuamente, como collatio, es decir, una ofrenda formada por contribuciones separadas. Unos años antes (c. 390), la carta dirigida al Papa Siricio por el Concilio de Milán (Migne, P.L., XVI, 1213) proporciona el primer ejemplo conocido de la combinación Symbolum Apostolorum («Credo de los Apóstoles») con estas llamativas palabras: «Si no se da crédito a las enseñanzas de los sacerdotes… que se dé crédito al menos al Símbolo de los Apóstoles que la Iglesia Romana siempre conserva y mantiene inviolado». La palabra Symbolum en este sentido, por sí sola, se encuentra por primera vez a mediados del siglo III en la correspondencia de San Cipriano y San Firmilia, este último en particular hablando del Credo como el «Símbolo de la Trinidad», y reconociéndolo como una parte integral del rito del bautismo (Migne, P.L., III, 1165, 1143). Hay que añadir, además, que Kattenbusch (II, p. 80, nota) cree que el mismo uso de las palabras puede rastrearse hasta Tertuliano. Sin embargo, en los dos primeros siglos después de Cristo, aunque a menudo se menciona el Credo bajo otras denominaciones (por ejemplo, regula fidei, doctrina, traditio), no aparece el nombre symbolum. Por lo tanto, Rufino se equivocaba cuando declaraba que los propios Apóstoles habían elegido «por muchas y justas razones» este mismo término. Este hecho, unido a la improbabilidad intrínseca del relato, y al sorprendente silencio del Nuevo Testamento y de los Padres antinicenos, no nos deja más remedio que considerar la narración circunstancial de Rufino como no histórica.

Entre los críticos recientes, algunos han asignado al Credo un origen muy posterior a la época apostólica. Harnack, por ejemplo, afirma que en su forma actual sólo representa la confesión bautismal de la Iglesia del sur de la Galia, que data como mínimo de la segunda mitad del siglo V (Das apostolische Glaubensbekenntniss, 1892, p. 3). En sentido estricto, los términos de esta afirmación son bastante precisos, aunque parece probable que no fue en la Galia, sino en Roma, donde el Credo asumió realmente su forma final (véase Burn en el «Journal of Theol. Studies», julio de 1902). Pero el énfasis puesto por Harnack en la tardanza de nuestro texto recibido (T) es, por lo menos, algo engañoso. Es cierto, como permite Harnack, que otra forma más antigua del Credo (R) había surgido, en la propia Roma, antes de la mitad del siglo II. Además, como veremos, las diferencias entre el R y el T no son muy importantes y también es probable que el R, si no fue redactado por los Apóstoles, se base al menos en un esquema que se remonta a la época apostólica. Así, tomando el documento como un todo, podemos decir con confianza, en las palabras de una autoridad protestante moderna, que «en y con nuestro Credo confesamos lo que desde los días de los Apóstoles ha sido la fe de la cristiandad unida» (Zahn, Credo de los Apóstoles, tr., p, 222). La cuestión de la apostolicidad del Credo no debe descartarse sin prestar la debida atención a las cinco consideraciones siguientes:

(1) Hay huellas muy sugestivas en el Nuevo Testamento del reconocimiento de una cierta «forma de doctrina» (typos didaches, Romanos 6:17) que moldeaba, por así decirlo, la fe de los nuevos conversos a la ley de Cristo, y que implicaba no sólo la palabra de fe creída en el corazón, sino «con la boca la confesión hecha para la salvación» (Romanos 10:8-10). En estrecha relación con esto, debemos recordar la profesión de fe en Jesucristo exigida al eunuco (Hechos 8:37) como preliminar al bautismo (Agustín, «De Fide et Operibus», cap. ix; Migne, P.L., LVII, 205) y la fórmula del propio bautismo en el nombre de las Tres Personas de la Santísima Trinidad (Mateo 28:19; y cf. la Didajé 7:2, y 9:5). Además, tan pronto como empezamos a obtener cualquier tipo de descripción detallada del ceremonial del bautismo, encontramos que, como un preliminar a la inmersión real, se exigía una profesión de fe del converso, que muestra desde los primeros tiempos una confesión claramente dividida y separada del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, correspondiente a las Personas Divinas invocadas en la fórmula del bautismo. Como no encontramos en ningún documento anterior la forma completa de la profesión de fe, no podemos estar seguros de que sea idéntica a nuestro Credo, pero, por otra parte, es cierto que no se ha descubierto todavía nada que sea incompatible con tal suposición. Véanse, por ejemplo, los «Cánones de Hipólito» (c. 220) o la «Didascalia» (c. 250) en la «Bibliothek der Symbole» de Hahn (8, 14, 35); junto con las alusiones más leves en Justino Mártir y Cipriano.

(2) Cualesquiera que sean las dificultades que puedan plantearse respecto a la existencia de la Disciplina Arcani en los primeros tiempos (Kattenbusch, II, 97 sqq.), no cabe duda de que en Cirilo de Jerusalén, Hilario, Agustín, León, el Sacramentario Gelasiano y muchas otras fuentes de los siglos IV y V se insiste mucho en la idea de que, según la antigua tradición, el Credo debía aprenderse de memoria y nunca consignarse por escrito. Esto, sin duda, proporciona una explicación plausible del hecho de que en el caso de ningún credo primitivo se conserva el texto completo o en forma continua. Lo que sabemos de estas fórmulas en su estado más primitivo se deriva de lo que podemos reconstruir a partir de las citas, más o menos dispersas, que se encuentran en escritores como, por ejemplo, Ireneo y Tertuliano.

(3) Aunque seguramente no se puede reconocer ningún tipo uniforme de Credo entre los primeros escritores orientales antes del Concilio de Nicea, un argumento que ha sido considerado por muchos para refutar la existencia de cualquier fórmula apostólica, es un hecho sorprendente que las Iglesias orientales en el siglo IV se encuentran en posesión de un Credo que reproduce con variaciones el antiguo tipo romano. Este hecho es plenamente admitido por autoridades protestantes como Harnack (en Hauck’s Realencyclopädie, I, 747) y Kattenbusch (I, 380 sq.; II, 194 sqq., y 737 sq.). Es obvio que estos datos armonizarían muy bien con la teoría de que un Credo primitivo había sido entregado a la comunidad cristiana de Roma, bien por los propios santos Pedro y Pablo o por sus sucesores inmediatos, y que con el paso del tiempo se había extendido por todo el mundo.

(4) Además, nótese que hacia finales del siglo II podemos extraer de los escritos de San Ireneo, en el sur de la Galia, y de Tertuliano, en la lejana África, dos credos casi completos que concuerdan estrechamente tanto con el antiguo Credo romano (R), tal como lo conocemos por Rufino, como entre sí. Será útil traducir de Burn (Introduction to the Creeds, pp. 50, 51) su presentación tabular de la evidencia en el caso de Tertuliano. (Cf. MacDonald en «Ecclesiastical Review», febrero, 1903):

EL ANTIGUO CREDO ROMANO Citado por TERTULIANO (c. 200)

(4) crucificado bajo Poncio Pilato,

(10) para gobernar a los creyentes (En este pasaje los artículos 9 y 10 preceden al 8)

De Virg. Vel., 1 Contra Praxeas 2 De Praecept, 13 y 26
(1) Creemos en un solo Dios Todopoderoso, hacedor del mundo, (1) Creemos en un solo Dios, (1) Creo en un solo Dios, hacedor del mundo,
(2) y en su Hijo, Jesucristo, (2) y en el hijo de Dios Jesucristo, (2) el Verbo, llamado su Hijo, Jesucristo,
(3) nacido de la Virgen María, (3) nacido de la Virgen, (3) por el Espíritu y el poder de Dios Padre hecho carne en el seno de María, y nacido de ella
(4) padeció murió, y fue sepultado, (4) sujetado a una cruz.
(5) al tercer día resucitó de entre los muertos, (5) devuelto a la vida, (5) resucitó al tercer día,
(6) recibido en el cielo, (6) llevado de nuevo al cielo, (6) fue arrebatado al cielo,
(7) sentado ahora a la derecha del Padre, (7) sentado a la derecha del Padre, (7) sentado a la derecha del Padre,
(8) vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos (8) vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos (8) vendrá con gloria para llevar a los buenos a la vida eterna, y condenar a los malos al fuego perpetuo,
(9) que ha enviado del Padre el Espíritu Santo. (9) envió el poder vicario de su Espíritu Santo,
(12) mediante la resurrección de la carne. (12) restauración de la carne.

Tal tabla sirve admirablemente para mostrar cuán incompleta es la evidencia proporcionada por meras citas del Credo, y cuán cautelosamente debe ser tratada. Si sólo tuviéramos el «De Virginibus Velandis», podríamos haber dicho que el artículo relativo al Espíritu Santo no formaba parte del Credo de Tertuliano. Si hubiéramos destruido el «De Virginibus Velandis», habríamos declarado que Tertuliano no sabía nada de la cláusula «sufrió bajo Poncio Pilato». Y así sucesivamente.

(5) No hay que olvidar que, si bien no hay ninguna declaración explícita de la composición de una fórmula de fe por parte de los Apóstoles antes de finales del siglo IV, Padres anteriores como Tertuliano y San Ireneo insisten de manera muy enfática en que la «regla de fe» forma parte de la tradición apostólica. Tertuliano en particular en su «De Praescriptione», después de mostrar que por esta regla (regula doctrinoe) entiende algo prácticamente idéntico a nuestro Credo, insiste en que la regla fue instituida por Cristo y nos fue entregada (tradita) como de Cristo por los Apóstoles (Migne. P.L., II, 26, 27, 33, 50). Como conclusión de esta evidencia, el presente escritor, estando de acuerdo en general con autoridades tales como Semeria y Batiffol en que no podemos afirmar con seguridad la composición apostólica del Credo, considera al mismo tiempo que negar la posibilidad de tal origen es ir más allá de lo que nuestros datos actualmente justifican. Un punto de vista más pronunciadamente conservador es el que exhorta MacDonald en la «Ecclesiastical Review», de enero a julio de 1903.

El antiguo credo romano

El Catecismo del Concilio de Trento aparentemente asume el origen apostólico de nuestro Credo existente, pero tal pronunciamiento no tiene fuerza dogmática y deja libre la opinión. Los apologistas modernos, al defender la pretensión de apostolicidad, la extienden sólo a la antigua forma romana (R), y se ven un poco obstaculizados por la objeción de que si la R hubiera sido realmente considerada como la expresión inspirada de los Apóstoles, no habría sido modificada a placer por varias iglesias locales (Rufino, por ejemplo, da testimonio de tal expansión en el caso de la Iglesia de Aquilea), y en particular nunca habría sido enteramente suplantada por la T, nuestra forma actual. La diferencia entre los dos se verá mejor imprimiéndolos uno al lado del otro (Credos R y T):

(11) El perdón de los pecados;

R. T.
(1) Creo en Dios Padre Todopoderoso; (1) Creo en Dios Padre Todopoderoso Creador del cielo y de la tierra
(2) Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor;
(3) Que nació de (de) el Espíritu Santo y de (ex) la Virgen María; (3) Que fue concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María,
(4) Crucificado bajo Poncio Pilato y sepultado; (4) padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado;
(5) al tercer día resucitó de entre los muertos, (5) descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos;
(6) Subió a los cielos, (6) Subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso;
(7) Está sentado a la derecha del Padre, (7) Desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
(8) Desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. (8) Creo en el Espíritu Santo,
(9) Y en el Espíritu Santo, (9) La Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos,
(10) La Santa Iglesia, (10) El perdón de los pecados,
(11) La resurrección del cuerpo, y
(12) La resurrección del cuerpo. (12) la vida eterna.

Omitiendo puntos menores de diferencia, que de hecho para su adecuada discusión requerirían un estudio del texto latino, podemos notar que R no contiene las cláusulas «Creador del cielo y de la tierra», «descendió a los infiernos», «la comunión de los santos», «la vida eterna», ni las palabras «concibió», «sufrió», «murió» y «católico». Muchos de estos añadidos, pero no todos, fueron probablemente conocidos por St. Jerónimo en Palestina (c. 380.–Véase Morin en Revue Benedictine, enero, 1904) y hacia la misma fecha al dálmata Niceta (Burn, Niceta of Remesiana, 1905). Otras adiciones aparecen en los credos del sur de la Galia a principios del siglo siguiente, pero T probablemente asumió su forma final en la propia Roma en algún momento antes del año 700 d.C. (Burn, Introduction, 239; y Journal of Theol. Studies, julio, 1902). No sabemos nada seguro en cuanto a las razones que llevaron a la adopción de T en lugar de R.

Artículos del credo

Aunque T contiene realmente más de doce artículos, siempre ha sido costumbre mantener la división dodecagonal que se originó con, y se aplica más estrictamente a, R. Algunos de los artículos más debatidos merecen un breve comentario. El primer artículo de R presenta una dificultad. A partir del lenguaje de Tertuliano se sostiene que R originalmente omitió la palabra Padre y añadió la palabra uno; así, «creo en un solo Dios Todopoderoso». De ahí que Zahn infiera un original griego subyacente que aún sobrevive parcialmente en el Credo de Nicea, y sostiene que el primer artículo del Credo sufrió modificaciones para contrarrestar las enseñanzas de la herejía monárquica. Basta decir aquí que, aunque la lengua original de R puede ser posiblemente el griego, las premisas de Zahn respecto a la redacción del primer artículo no son aceptadas por autoridades como Kattenbusch y Harnack.

Otra dificultad textual gira en torno a la inclusión de la palabra sólo en el segundo artículo; pero una cuestión más seria se plantea por la negativa de Harnack a reconocer, ya sea en el primer o segundo artículo de R, cualquier reconocimiento de una relación preexistente o eterna de filiación y paternidad de las Personas Divinas. La teología trinitaria de épocas posteriores, declara, ha leído en el texto un significado que no poseía para sus redactores. Y dice, de nuevo, con respecto al noveno artículo, que el escritor del Credo no concibió al Espíritu Santo como una Persona, sino como un poder y un don. «No se puede demostrar que hacia la mitad del siglo II se creyera en el Espíritu Santo como Persona». Es imposible hacer más aquí que dirigir al lector a respuestas católicas como las de Baumer y Blume; y entre los anglicanos al muy conveniente volumen de Swete. Para citar sólo un ejemplo de la enseñanza patrística temprana, San Ignacio, a finales del primer siglo, se refiere repetidamente a una filiación que está más allá de los límites del tiempo: «Jesucristo… salió de un solo Padre», «estaba con el Padre antes de que el mundo fuera» (Carta a los Magnesios 6-7). Mientras que, con respecto al Espíritu Santo, San Clemente de Roma en una fecha aún más temprana escribe: «Como Dios vive, y el Señor Jesucristo vive, y el Espíritu Santo, la fe y la esperanza de los elegidos» (cap. lviii). Este y otros pasajes similares indican claramente la conciencia de una distinción entre Dios y el Espíritu de Dios análoga a la que se reconoce que existe entre Dios y el Logos. Una apelación similar a los primeros escritores debe hacerse en relación con el tercer artículo, el que afirma el nacimiento de la Virgen. Harnack admite que las palabras «concebido por el Espíritu Santo» (T), realmente no añaden nada al «nacido del Espíritu Santo» (R). Admite, en consecuencia, que «a principios del siglo II la creencia en la concepción milagrosa se había convertido en una parte establecida de la tradición de la Iglesia». Pero niega que la doctrina formara parte de la primera predicación evangélica y, por consiguiente, considera imposible que el artículo pudiera haber sido formulado en el siglo I. Sólo podemos responder aquí que la carga de la prueba recae sobre él, y que la enseñanza de los Padres Apostólicos, citada por Swete y otros, apunta a una conclusión muy diferente.

Rufino (c. 400) afirma explícitamente que las palabras descendió a los infiernos no estaban en el Credo romano, pero existían en el de Aquilea. También están en algunos credos griegos y en el de San Jerónimo, últimamente recuperado por Morin. Fue sin duda un recuerdo de 1 Pedro 3:19, tal como fue interpretado por Ireneo y otros, lo que causó su inserción. La cláusula «comunión de los santos», que aparece por primera vez en Niceta y San Jerónimo, debe considerarse sin duda como una mera ampliación del artículo «santa Iglesia». Los santos, tal como se utilizan aquí, no significaban originalmente más que los miembros vivos de la Iglesia (véase el artículo de Morin en Revue d’histoire et de litterature ecclesiastique. Mayo, 1904, y la monografía de J.P. Kirsch, Die Lehre von der Gemeinschaft der Heiligen, 1900). Por lo demás, sólo podemos señalar que la palabra «católico», que aparece por primera vez en Niceta, se trata por separado; y que «el perdón de los pecados» debe entenderse probablemente en primer lugar del bautismo y debe compararse con el «único bautismo para el perdón de los pecados» del Credo de Nicea.

Uso y autoridad del credo

Como ya se ha indicado, debemos acudir al ritual del bautismo para el uso más primitivo e importante del Credo de los Apóstoles. Es muy probable que el Credo no fuera originalmente otra cosa que una profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la fórmula bautismal. El ceremonial completamente desarrollado que encontramos en el séptimo Ordo Romano, y en el Sacramentario Gelasiano, y que probablemente representaba la práctica del siglo V, asigna un día especial de «escrutinio», para la impartición del Credo (traditio symboli), y otro, inmediatamente antes de la administración real del Sacramento, para la redditio symboli, cuando el neófito daba prueba de su competencia recitando el Credo en voz alta. Una imponente alocución acompañaba a la traditio y, en un importante artículo, Dom de Puniet (Revue d’Histoire Ecclesiastique, octubre de 1904) ha demostrado recientemente que esta alocución es, casi con seguridad, composición de San León Magno. Además, en el mismo acto del bautismo se formulaban tres preguntas (interrogationes) al candidato, que a su vez no son más que un resumen de la forma más antigua del Credo. Tanto la recitación del Credo como las preguntas se mantienen en el Ordo baptizandi de nuestro actual ritual romano; mientras que el Credo en forma interrogativa aparece también en el Servicio Bautismal del «Libro de Oración Común» anglicano. Fuera de la administración del bautismo, el Credo de los Apóstoles se recita diariamente en la Iglesia, no sólo al comienzo de Maitines y Prima y al final de Completas, sino también en el transcurso de Prima y Completas. Muchos sínodos medievales ordenan que debe ser aprendido por todos los fieles, y hay muchas pruebas que demuestran que, incluso en países como Inglaterra y Francia, antiguamente se aprendía en latín. Como resultado de esta íntima asociación con la liturgia y la enseñanza de la Iglesia, el Credo de los Apóstoles siempre ha sido considerado con la autoridad de una declaración ex cathedra. Es comúnmente enseñado que todos los puntos de doctrina contenidos en él son parte de la Fe Católica, y no pueden ser cuestionados bajo pena de herejía (Santo Tomás, Summa Theologica, II-II:1:9). De ahí que los católicos se hayan contentado generalmente con aceptar el Credo en la forma y en el sentido en que ha sido expuesto con autoridad por la voz viva de la Iglesia. Para los protestantes, que lo aceptan sólo en la medida en que representa la enseñanza evangélica de la Edad Apostólica, se convirtió en un asunto de suprema importancia investigar su forma y significado originales. Esto explica la cantidad preponderante de investigaciones dedicadas a este tema por los eruditos protestantes en comparación con las contribuciones de sus rivales católicos.

Acerca de esta página

Citación de la APA. Thurston, H. (1907). El credo de los apóstoles. En La enciclopedia católica. Nueva York: Robert Appleton Company. http://www.newadvent.org/cathen/01629a.htm

MLA citation. Thurston, Herbert. «Credo de los Apóstoles». La enciclopedia católica. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01629a.htm>.

Transcription. Este artículo fue transcrito para Nuevo Adviento por Donald J. Boon. Dedicado a Jack y Kathy Graham, fieles amigos en la Iglesia Universal.

Aprobación eclesiástica. Nihil Obstat. 1 de marzo de 1907. Remy Lafort, S.T.D., Censor. Imprimatur. +John Cardenal Farley, Arzobispo de Nueva York.

Información de contacto. El editor de Nuevo Adviento es Kevin Knight. Mi dirección de correo electrónico es webmaster at newadvent.org. Lamentablemente, no puedo responder a todas las cartas, pero aprecio mucho sus comentarios – especialmente las notificaciones sobre errores tipográficos y anuncios inapropiados.

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